martes, 27 de enero de 2009

Reinventar el Futuro


Hace escasamente un año se hacían plenamente evidentes las consecuencias más negativas de un crecimiento incontrolado. La avidez mundial de materias primas provocaba una subida alarmante de los precios de los metales y del petróleo, pero también de otros recursos básicos como los cereales, con consecuencias desastrosas sobre las propias posibilidades de supervivencia de millones de personas. Los ciudadanos del "mundo desarrollado" habíamos llegado al extremo de quemar comida en los motores de nuestros automóviles, mientras en otros países los gobiernos pedían desesperadamente ayuda para alimentar a su población a organismos internacionales, como la FAO, incapaces de hacer frente con su presupuesto a la escalada de los precios. Este despropósito estaba, y sigue estando en gran medida, financiado con subvenciones públicas.

Pero no era ésta la única consecuencia de un modelo de crecimiento insostenible: los problemas medioambientales, especialmente todo lo relacionado con el "cambio climático" ocupaban uno y otro día las principales páginas de los periódicos, al igual que lo hacían la necesidad de construir nuevos vertederos o el daño que un urbanismo desproporcionado causaba en nuestras costas.
Muchas voces clamaban por una intervención de los poderes públicos que pusiese coto a todos esos excesos y, aunque dicha intervención nunca llegó, finalmente han sido las propias contradicciones y desatinos de un modelo de crecimiento equivocado las que han venido a frenar, al menos de momento, nuestra creciente propensión al despilfarro. El consumo de petróleo está cayendo, las ventas de automóviles se reducen y ya no edificamos muchas más viviendas de las necesarias, entre otras cosas porque han dejado de ser un elemento de inversión atractivo. Por fin los precios de los alimentos bajan y el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero se frena.

Sin embargo a nadie se le escapan que esta crisis tiene también consecuencias tremendamente negativas, entre las que el aumento del desempleo ocupa sin lugar a duda el primer lugar. No hay discusión posible acerca de la necesidad de una decidida intervención pública encaminada a procurar la reactivación económica, pues ningún gobierno puede permanecer impasible ante una crisis de proporciones semejantes. La falta de confianza, de crédito, de inversión y de iniciativa que sufre el sector privado debe de ser suplida por el sector público. Pero con independencia de la urgencia que requiere la situación debemos plantearnos una pregunta ¿Para ir en qué dirección? ¿Es que acaso pretendemos seguir por el mismo camino que nos ha conducido hasta aquí o debemos buscar otra ruta? ¿Los problemas generados por la concesión irresponsable de créditos se solucionan con la concesión de más créditos en condiciones similares de insolvencia? ¿El empleo destruido en sectores como la construcción o la automoción debe ser recuperado en esos mismos sectores? Esperemos que no.

El Estado ha asumido inevitablemente, pues es el único capaz de hacerlo, la responsabilidad de sacarnos de este atolladero. Las circunstancias, o mejor dicho los propios fallos del mercado, han otorgado a lo público un nuevo liderazgo. Pero el Estado no puede ejercer dicho liderazgo simplemente para retrotraernos a la situación previa a la crisis, para llevarnos de vuelta a un modelo de crecimiento fallido, insostenible a medio y largo plazo.

Debemos darnos cuenta de que esta crisis, además de un gran problema, puede ser también una gran oportunidad, una oportunidad para corregir aquello que iba mal. En el futuro el crecimiento no debería venir de nuevo del consumo innecesario y medioambientalmente dañino de algunos bienes y servicios que se habían convertido en uno de los pilares básicos de nuestra economía. Los gobiernos deben aprovechar los instrumentos de que disponen para empujar la recuperación, tales como la política fiscal, social o industrial, para reorientar esta tendencia. La persecución coordinada de los paraísos fiscales, el gravamen de la riqueza y del consumo excesivo de energía, el aumento de la progresividad impositiva, podrían trasladar una parte de la demanda desde los que despilfarran hacia los que necesitan. Por otra parte existe aún una importante demanda de bienes y servicios públicos insatisfecha que es necesario identificar y proveer. El sistema de pensiones, la educación, la salud, el transporte público o la atención a las personas dependientes, entre otros muchos ejemplos posibles, realizan una aportación imprescindible y difícilmente cuantificable a lo que los economistas llamaríamos el bienestar social y, lo que es más importante, tienen aún un enorme potencial para seguir haciéndolo. Pero tampoco sería responsable reclamar un aumento de la oferta de bienes y servicios públicos sin al mismo tiempo reconocer la necesidad de importantes mejoras en la organización y el funcionamiento de la administración. Pues si el mercado tiene fallos también los tienen las instituciones.

Durante muchos años las bases del sistema se han ido discutiendo y contrastando. Poco a poco se han puesto en evidencia sus contradicciones éticas, geográficas, medioambientales o sociales. Pero mientras las cosas "funcionaban" no se dieron los incentivos necesarios para el cambio. Finalmente ha llegado el momento de reinventar el futuro. Esperemos haber aprendido algo.

sábado, 17 de enero de 2009

El Fin de la Crisis

Con Europa, Estados Unidos y Japón oficialmente en recesión, y España pendiente tan sólo de la confirmación de las últimas estimaciones realizadas, parece que ha empezado el tiempo de ir poniéndole fecha al fin de la crisis. Así, quien más y quien menos, opinadores y economistas, han aventurado fechas en las que según ellos, debería de empezar a producirse la tan ansiada recuperación. Personalmente me parece demasiado aventurar. Si por algo se ha caracterizado la presente crisis ha sido por una gran volatilidad en los mercados, con la consiguiente destrucción de riqueza, rápidos y profundos cambios en el escenario macroeconómico, abruptas oscilaciones en el precio de factores tan determinantes como el dinero o el petróleo, y situaciones imprevistas en numerosas e importantes empresas. Todo ello hace que las proyecciones más concienzudas , basadas generalmente en datos pasados, queden rápidamente obsoletas.

Sin embargo, y especialmente en el caso de España, mi preocupación no se refiere tanto a la fecha, como a que es de lo que estamos hablando cuando hablamos de recuperación. Técnicamente, el simple crecimiento del PIB interrumpiría la recesión, aunque sólo fuese de una décima, pero supongo que ese escenario, que podría estar perfectamente aparejado a un incremento continuado del desempleo, no sería probablemente del agrado de nadie. Entonces ¿de qué hablan los economistas o los políticos cuando hablan de recuperación? ¿Se están refiriendo acaso a la vuelta a un escenario económico similar al de los años previos a 2008, con crecimientos del PIB superiores al 3% y una importante creación de puestos de trabajo? Si así fuese me temo que tendremos que esperar unos cuantos años más, o quizás lustros.

No pretendo ser derrotista, ni mucho menos. La confianza en nuestras posibilidades es fundamental para superar esta crisis, y el pesimismo sólo contribuirá a agudizarla. Pero el optimismo infundado tampoco ayudará en nada. Lo que hace falta es un diagnóstico acertado y un escenario realista, aunque no sea demasiado concreto, de lo que nos espera. De lo contrario, y con el paso de los meses, la decepción podría ser aún peor que el realismo inicial.

El esbozo de dicho escenario exige cierta perspectiva, tanto temporal como geográfica. Durante las dos últimas décadas el crecimiento de la economía española se ha visto impulsado por lo que podríamos llamar "factores externos" que no se volverán a repetir. La entrada en la UE trajo aparejada una apertura de nuestra economía, inversiones externas, inmensas ayudas en fondos estructurales y de cohesión y, finalmente, el euro. La moneda única supuso mayor estabilidad para nuestra divisa y posibilitó una gran reducción de los tipos de interés y un mayor acceso al crédito internacional, con lo que disparó el consumo y la inversión en vivienda y empresarial. Todo ello fue suficiente para compensar un sector manufacturero en claro declive lastrado por la falta de competitividad. Sin embargo nada de esto nos ayudará en el futuro. Más bien al contrario parece que ha llegado la hora de pagar la factura de esta fiesta. España ya no tiene los costes laborales más bajos de la UE, ni será destino prioritario de los fondos europeos. Los extranjeros han encontrado lugares más baratos en los que comprar su segunda residencia, algunos de ellos dentro de la propia UE. Además la capacidad de endeudamiento de las familias parece haberse agotado, por lo que los bajos tipos de interés ni siquiera serán suficientes para mantener un consumo que crecía muy por encima de nuestra riqueza. Por si todo esto fuese poco el euro ha mostrado una gran fortaleza con lo que tampoco podemos esperar que la devaluación mejore la competitividad de nuestras empresas.

¿Qué podemos hacer entonces? Pues seguramente empezar a depender en mayor medida de nosotros mismos. Ha llegado la hora de darse cuenta de que si crecíamos a tasas más elevadas que alemanes, ingleses o franceses no era porque fuésemos más listos que ellos o trabajásemos más duro, sino porque había determinados factores externos como los mencionados que posibilitaban ese crecimiento. Ha llegado también la hora de darse cuenta de que todo eso se acabó y que en el futuro será la competitividad de nuestras empresas, el talento, la formación y el esfuerzo de nuestros trabajadores y la buena administración de nuestras instituciones lo que nos permita seguir creciendo. La solución no vendrá como por arte de magia, como consecuencia de algún plan, acuerdo o acontecimiento providencial. La solución llevará años, y mientras tanto es necesario ir ganando tiempo. Desde este punto de vista, para ganar tiempo, los planes de gasto puestos en marcha de manera coordinada por numerosos gobiernos son apropiados. Pero ese tiempo tienen un coste demasiado elevado para desperdiciarlo. De forma inmediata deben también adoptarse las medidas que incidan directamente, a corto, medio y largo plazo en la competitividad de nuestra economía. Sólo así emprenderemos el lento camino de la recuperación, esta sí, sin fechas.