viernes, 13 de abril de 2007

Ricos, pero pobres

Vivimos en una sociedad de contrastes: mientras que muchas personas no pueden comprarse una vivienda, en España se venden más viviendas que nunca; mientras muchos se lamentan de la subida de los combustibles, los todoterrenos baten record de ventas; y mientras llegar a fin de mes es un problema en muchas casas, otros compramos “copas” al precio de un menú.

Hasta aquí nada especialmente llamativo, pues siempre ha habido ricos y pobres, y podemos reconocerlo sin que dicho reconocimiento deba interpretarse como indiferencia. Lo que realmente me resulta sorprendente es que ahora esos ejemplos de pobreza y abundancia coexistan con tanta frecuencia en unas mismas personas.

Vivimos en una sociedad de contrastes en la que unos dos millones de parados nacidos en España conviven con dos millones de inmigrantes, venidos a trabajar desde lugares lejanos, que han sido capaces, a veces sin hablar español, de encontrar un empleo legal. En mi Asturias natal, que ha sufrido y superado la reconversión de todas sus industrias tradicionales, y que tiene tasas de paro ligeramente superiores a la media nacional, los empresarios se ven obligados a contratar a obreros especializados rumanos y polacos, mientras un buen número de licenciados en paro (en alguna carrera de letras normalmente) discuten en la barra de los bares lo mal que va la región.

No se entienda esto como una crítica hacia estas personas, ni mucho menos. Cada uno es muy libre de estudiar lo que quiera, de trabajar en lo que quiera o pueda, y de tomarse las copas que le de la gana. Pero esta libertad, que yo defiendo y muchos ejercen, no es sino el exponente de que vivimos en una sociedad que, a pesar de las muchas situaciones de necesidad que aun existen, me atrevo a calificar de opulenta.

Y sin embargo toda esa opulencia, toda esa libertad, todo ese despilfarro, se disfruta hoy en día, en muchos casos, inevitablemente unida a la miseria de quien no tiene una vivienda o una cultura, a la esclavitud de una hipoteca o de un trabajo que nos frustra, y a la carencia de la más mínima seguridad laboral.

¿Es posible que el consumismo más banal, las libertades aparentes, nos hayan nublado la vista y el entendimiento, como si de un opio moderno se tratase, hasta el extremo de hacernos comportarnos como ricos cuando en realidad seguimos siendo pobres?

Si estoy fuese así, no caigamos en la fácil tentación de culpar a nadie, para, acto seguido, declinar toda responsabilidad, renunciar a todo esfuerzo. Hemos malgastado nuestra oportunidad en drogas con las que superar nuestros fracasos, y ahora toca desengancharse. El que quiera cambiar póngase en pie y diga, que los demás lo oigan: “Hola, me llamo Paco y soy adicto al despilfarro”

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